Costumbres venezolanas by Francisco de Sales Pérez

Costumbres venezolanas by Francisco de Sales Pérez

autor:Francisco de Sales Pérez [Sales Pérez, Francisco de]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Publicaciones periódicas, Sátira
editor: ePubLibre
publicado: 1876-01-01T00:00:00+00:00


XVIII

El «Gato Negro»

A M. M. FERNÁNDEZ

Vamos a presentar a nuestros lectores un artículo gatuno; pero no de esos gatos que comen y beben, sino de otros gatos que dan de comer y de beber, mediante el por cuanto vos contribuís…

Apenas habrá en Caracas quien no conozca el Gato Negro, aunque no sea más que de vista.

El Gato Negro es un establecimiento de la familia de los Restaurants; pero no de una jerarquía tan elevada.

Tiene aspecto de Cantina y olor de Bodegón.

Es un Café democrático o una Taberna aristocrática.

Es un carbonero vestido de casaca que siempre tiene un tizne en las orejas delatando su condición, o un cortesano en hábito de carbonero delatado por sus maneras cultas.

Mejor dicho: es un parador situado entre la miseria y la opulencia, donde se reúnen los ricos que vienen bajando y los pobres que van subiendo.

El empresario no ha querido clasificar su casa de Cantina, Café, Fonda, etc. Él ha fundado la nueva especie llamada Gatos.

Del Gato Negro nacieron el Gato Blanco y el Gato Barcino; pero murieron al nacer. Estos pelos no son aparentes para gatos: deben de ser negros para que tengan siete vidas.

Deseoso de estudiar un establecimiento que sobrevive a todos los de su género y lo que es más, a la ruina de todas las industrias, me resolví a visitarle una noche.

Entré un tanto azorado como quien pisa un terreno desconocido.

Pasé cerca de varias mesas donde cenaban o bebían militares, impresores, músicos, comerciantes, jugadores, artesanos, cómicos, doctores, empleados, ociosos, gente en fin, de todos los gremios sociales, y sobre todo, gran número de vividores; plantas parásitas de la sociedad, que se nutren del bolsillo ajeno, y que viven eternamente atornilladas a los taburetes de los cafés.

Como soy algo corto de genio, fui a sentarme en el fondo del salón, lejos del bullicio, para ver lo más posible sin llamar la atención.

A poco de estar sentado vino hacia mí un mozo que más parecía de cordel que de fonda, batiendo una servilleta tan cerca de mis narices que me dio un olor atroz a tocino, y me dijo con un desempacho que rayaba en la desvergüenza:

—Hola, patriota, ¿qué le pide el cuerpo?

—Mande usted —le respondí, medio confuso, como si me hubiera hablado en latín.

—Que si quiere usted tomar algún bebedizo.

—Ah… sí señor, sírvame una taza de té.

—¿Téee? Aquí no gastamos esas niñerías.

—Pues entonces…

No me dejó concluir; otro le llamó y desapareció en el bullicio.

No bien me hubo dejado el mozo cuando se lanzó hacia mí como una saeta, un elegante joven de bigote puntiagudo, bañado el fresco semblante de una sonrisa tenaz, que parecía esculpida en sus labios, y estrechándome la mano más de lo que yo quisiera, me dijo:

—¡Mi querido! ¡Tú por aquí!

—Sí… casualmente… —le respondí medio tartamudo, examinando aquella cara de teatro que yo no había visto nunca.

—¡Cosa más rara! ¡Encuentro más feliz!, —exclamó alborozado, sentándose vis a vis conmigo.

—¿Y con quién tengo el honor de hablar? —Me resolví a preguntarle todo cortado.

—¿No me conoces? ¿Es posible?

—No, no… no es



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